domingo, 29 de julio de 2007

El caso de los tupinamba


En las sesiones de Makhomai hablamos del caso de los tupinamba, más que de su canibalismo (que en principio parece lo más chocante) lo hicimos de su curiosa lógica sacrificial. Cuelgo aquí el texto que escribí para el Nickjournal, basado en lo que dije en las sesiones de Literanta:



Muchos mitos son todavía objeto de creencia en nuestra sociedad supuestamente descreída y moderna. El de la ‘inocencia’ de los niños, por ejemplo, sigue en pie, a pesar de que la realidad nos lleve la contraria todos los días. También disfruta de muy buena salud el mito que considera a las mujeres el ‘sexo débil’, cuando al menos entre los quince años y los treintaypocos son el más fuerte con mucha diferencia (uno de los pilares donde sustentan su dominio es el matrimonio, institución feminista donde las haya, pero dejemos este tema para otro día). Sin embargo el mito que ahora me ocupa es el del ‘buen salvaje’, que sigue muy vivo sobre todo en determinados espacios ideológicos. Vayamos con una de sus más interesantes encarnaciones, los tupinamba.
La tribu de los tupinamba es un pueblo que procede de la costa nordeste de Brasil. Desde Europa se los conoce desde hace siglos, incluso el pensador Michel de Montaigne ya se refería a esta tribu en sus Ensayos, después de conocer a dos de sus miembros en Ruán. Como recuerda René Girard en La violencia y lo sagrado, los tupinamba poseen en la literatura y el pensamiento del Occidente moderno unos títulos de nobleza especiales, sobre todo porque fueron miembros de su tribu “quienes posaron para el más célebre retrato, antes del siglo XVIII, del buen salvaje cuya fortuna en la ya larga historia del humanismo occidental conocemos”.
Sin embargo los tupinamba son un pueblo un poco más complejo que esa imagen buenista que nos llegó en su momento. Hoy sabemos que practicaban el canibalismo en dos formas: una en el propio campo de batalla, y otra más ritualizada en el despliegue de sus ritos sacrificiales. También sabemos que se trataba de un pueblo que, como muchos otros, practicaba la guerra sistemática con sus vecinos.
El más interesante de estos detalles tan poco buenistas es el canibalismo ritual, más que nada por la lógica sacrificial que lo dirigía. Ya he dicho que a unos enemigos se los comían sin ceremonias en el mismo campo de batalla, pero a alguno de los supervivientes se lo traían al poblado, integrándolo totalmente en la vida comunitaria; pasaba a ser uno más entre los tupinamba, se lo casaba con una mujer de la tribu, podía tener descendencia, etc. Parece en un principio un efectivo método de integración. Además, al nuevo tupinamba se lo colmaba de regalos, buen trato y todo tipo de favores, sobre todo sexuales. Pero todo cambiaba en un momento concreto, que podría llegar meses después de su integración o a veces incluso años. El caso es que a partir de un determinado instante al nuevo tupinamba se le dispensaba un trato opuesto al recibido hasta ese momento: se le humillaba, agredía, se acababan los favores sexuales, etc. En esta progresión antagónica incluso se estimulaba su huida del poblado, aunque siempre asegurando su rápida captura. También se le prohibía comer, con lo que debía robar los alimentos si no quería morir. El fin era que la futura víctima cometiera el mayor número de transgresiones posibles con el fin de demonizarlo y justificar así el crimen ya decidido. Sobre él se polarizaban todas las tensiones de la tribu. Hasta que un día era sacrificado ritualmente y engullido por los estómagos de todo el poblado, extasiados en la conmoción de la reunificación colectiva.
¿Por qué este extraño y retorcido procedimiento victimario? La tesis defendida por Girard interpreta, en el conjunto de su hipótesis mimético-sacrificial, que la sociedad tupinamba entiende que para mantener la unidad grupal necesita de víctimas demonizadas contra las que afirmarse comunitariamente. Este mecanismo de oposición para fijar la identidad es universal (lo es menos la manera en que este mecanismo se lleva a cabo), pero lo curioso es el método adoptado por los tupinamba para que la catarsis sacrificial sea lo más efectiva posible. Por una parte, la víctima debe ser exterior al grupo si lo que se pretende es que el sacrificio acabe con el infernal ciclo de venganzas que amenaza con destruir cíclicamente a la propia comunidad; si el asesinado no pertenece a clan alguno nadie del grupo va a mover un dedo para defenderle. De esta manera, el sacrificio significaría una catarsis colectiva que al tiempo que expulsaría las tensiones internas acumuladas desde el último ciclo sacrificial también evitaría futuras represalias. La víctima procede del afuera, de la exterioridad no diferenciada, opuesta a lo propio sí estructurado en un marco de diferencias, con lo que nada se perdería con su liquidación.
Pero un problema que tiene la víctima exterior es que no moviliza el contenido de las significaciones endógenas. Promueve la unanimidad estrechando los lazos, pero no permite remover nada, generar un proceso renovado, ya que como carece de significación propia no altera el contenido de la identidad. Pero eso sí sucede con la elección de un miembro del grupo como víctima, porque permite un despliegue más dinámico de la dialéctica identidad/diferencia. La forma de superar la contradicción por parte de los tupinamba es la relatada: se escoge el enemigo al que se injerta en el tejido colectivo y que, tras recibir las significaciones propias, es ajusticiado ritualmente. La diferencia no se limita a confrontar, sino que proporciona nuevos elementos al contenido de la identidad. Su parte de interioridad permite poner en juego el sentido del sujeto grupal, renovarlo y potenciarlo; mientras que su exterioridad evita venganzas internas (nota: si la mujer de la víctima se resiste al proceso también es asesinada). Curioso método para procurarse víctimas y, sobre todo, para ‘modelarlas’, con el fin claro, aunque no se haga explícito, de experimentar un sacrificio más vigoroso.

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